dimarts, 2 d’abril del 2013

María Antonieta, de Sofía Coppola (2006)


María Antonieta, cartel de la película de  Sofía Cópola
Esta película es la segunda ofrecida en el segundo año de existencia del ciclo Cine forum de Duoda: Significando miradas, ciclo fundado y sostenido por Marisé Clement López y otras. La disfrutamos el 22 de marzo en el teatro La Cuina de La Bonne en Barcelona. Estuvo amadrinada por Ivette Roche Andreu, que la presentó con originalidad y que, con Marisé, sostuvo el coloquio/foro de debate que siguió a la película.

El cine necesita mucho espacios y actividades como esta, porque la crítica cinematográfica corriente y, también, la opinión no crítica que circula sobre las películas, tiende a no entenderlas bien, en especial las que han sido pensadas y dirigidas por mujeres. Al no haberse enterado del final del patriarcado, la crítica habitual no ve la libertad femenina o la interpreta como falta de admiración al falo, provocando verdaderos errores de epistemología. María Antonieta, por ejemplo, que es una obra maestra, ha tenido que soportar críticas del tipo “superficial” o “esteticista”, nociones que se han quedado por detrás del presente como ejemplo de hermenéutica de la plancha más que de interpretación de una obra de arte.

La figura de María Antonieta bosquejada por Sofia Coppola y por su fuente principal, la novela María Antonieta: la última reina de Antonia Fraser, e interpretada maravillosamente por Kirsten Dunst, es mucho más creíble y fundada que la que transmiten tercamente los libros y las revistas de historia. Como le ha ocurrido a otra reina más antigua, Juana I de Castilla y Aragón, su memoria histórica ha sido tapada por una leyenda banal y oscura que es, en realidad, un icono de madera que esconde otra cosa: en el caso de María Antonieta, la leyenda (que curiosamente aprenden muy bien los alumnos y alumnas de historia que apenas saben historia) ha escondido lo que esta película desvela, y lo desvela sin traicionar a las fuentes. La película desvela que María Antonieta tuvo la misma libertad, con contenidos distintos, de su madre la archiduquesa María Teresa de Austria. Desvela que se había enterado de que su mundo –el mundo al borde de la primera gran revolución social de Europa– era muy distinto del mundo de su madre y del rey Luis XV de Francia. Desvela que sabía, como sabía J. J. Rousseau o, antes, Christine de Pizan, que la obsesión por el rango no salvaría a la aristocracia francesa (escena en la que una noble se altera porque María Antonieta no refuerza en sus fiestas “el lugar que una ocupa”). Desvela que la nueva delfina no aprueba la política sexual de la corte de Francia (escena con madame Du Barry). Desvela que fue la intervención del gobierno francés en la Guerra de la independencia de los Estados Unidos lo que arruinó a la Hacienda y la sociedad francesas, y no los gastos personales de la reina. Desvela que la prensa revolucionaria masculina y burguesa mintió sobre la reina como mujer, manipulando a la opinión pública difamándola sobre un asunto (el ser mujer) sensible porque sagrado ya que todas y todos nacemos de mujer (“Si no tienen pan, que coman pastel”). Desvela que María Antonieta no era una mujer incompetente sino una que quería libremente ser madre (aparte de que lo quisiera Francia) y encontró para su deseo obstáculos casi insalvables, empezando por su marido, un hombre, como algunos de hoy, muy desorientado; lo desvela en muchas escenas, de entre las que destaco dos: el nacimiento de la niña, esencial para ella porque necesaria para la Trinidad femenina, y la relación con la gran pintora de su corte que fue Marie-Louise-Élisabeth Vigée-Lebrun. En realidad, en el trasfondo de la biografía de María Antonieta y de la película de Sofía Coppola está la Querella de las mujeres, y esto ha contribuido a importunar a la historia y a la crítica cinematográfica con poder.
En la película es, en mi opinión, esencial la gran escena casi final en la que María Antonieta, en el palacio real con su marido Luis XVI, su hija y su hijo, toda la aristocracia huida y una parte del pueblo enfurecido en la plaza, se levanta, sale al balcón y, en silencio, hace una profunda reverencia al pueblo. La escena dice que la reina sabe que quien está haciendo, desde ese momento, política del poder en Occidente son las masas; es decir, muestra que su competencia simbólica era tan grande que sabe rendirse y no se equivoca de enemigo. La escena trae a la memoria otra escena: Las Meninas de Velázquez, un cuadro que anticipa en lo simbólico (que es donde se hacen las revoluciones que cuentan) el final de las monarquías absolutas: el artista pintó al rey al fondo, pasando de soslayo, casi fuera del cuadro, mientras la infanta hace una leve reverencia no al rey sino al espectador o espectadora.
Solo he echado de menos, y mucho, a las Preciosas, sus salones y la cultura de la conversación. Parece que ni Sofia Coppola ni Antonia Frazer las conocen, a pesar de que el gran libro de Benedetta Craveri La civiltà della conversazione fue publicado en 2001 y a pesar de que Manoel de Oliveira las representó con gusto en La Lettre en 1999.

María-Milagros Rivera Garretas

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